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    PREMIOS HONORÍFICOS · MIKELDI DE HONOR

    ANNA KARINA

    LA SOÑADORA

    La memoria es difusa con relación al momento exacto, sin duda uno de los años situados hacia la mitad de los que luego se denominaron los felices sesenta. Pero más precisa en cuanto al lugar. La pequeña sala de proyección que la empresa Consulado poseía, en aquellos días, en uno de los locales ubicados encima del desaparecido cine de idéntico nombre. Iba a proyectarse para un reducido número de directlvos y amigos del Cine Club Universitario de Bilbao, en primicia y como anticipa a la proyección pública del dia siguiente, Vivre sa vie (1962), la primera pelicula de Jean-Luc Godard que alcanzaba, aunque fuese por vías restringidas, nuestras pantallas importada por la Federación Española de Cineclubs. Para mi educación sentimental como espectador cinematográfico, esta proyección supuso una serie de encuentros imborrables.

    Primero, con la obra de un cineasta que nunca en los años venideros (y han pasado demasiados) iba a dejar de mostrar cuales eran los caminos (aunque algunos acabaran mostrándose como callejones sin salida) que un cine rigurosamente testigo de su tiempo debía transitar. Después, con un tipo de cine que cuestionaba de forma implacable los estereotipos del cine de todos los dias. Pero también con el frágil rostro de una joven actriz que iba a convertirse en uno de los iconos de un tiempo en el que tantas cosas parecían ser posibles. El rostro de Anna Karina, enmarcado por unos cabellos a lo Louise Brooks, era confrontado por el cineasta a la faz desnuda de Maria Falconetti en su encarnación de la Juana de Arco del ascético Dreyer. Las lágrimas de Nana (nombre en que hay que ver no sólo las referencias superpuestas a Emile Zola y Jean Renoir, sino, sobre todo el anagrama del nombre de la actriz) hacian eco a las de Juana de Arco, de la misma manera que las de Anna Karina lo hacen con las de la Falconetti. Cuando en una de las postreras escenas de la película oímos la inconfundible voz de Godard preguntando a Nana/Anna si quiere que le lea el texto de El retrato oval de Edgar Allan Poe, las cosas se aclararon definitivamente: «Es nuestra historia. Es la historia de un pintor que hace el retrato de su mujer”.

    Entonces no podíamos saber que esta película iba acabar encontrando acomodo en la serie de ocho peliculas que iban a reunir a Jean-Luc Godard y Anna Karina, a lo largo de poco mas de siete años, para formar un conjunto cinematográfico que sólo tiene parangón desde el punto de vista de las relaciones entre un director y su actriz predilecta con el compuesto por Josef von Siernberg y Marlene Dietrich en los años treinta del siglo pasado. Porque aunque la carrera de Anna Karina como actriz (y también como cantante: ¿Quién ha podido olvidar su extraordinario Jamais je ne t’ai dit que je t’aimerai toujours de Pierrot le fou?) desborda los limites de su colaboración con Jean-Luc Godard (ha rodado a las órdenes de Jacques Rivette, para quien dio cuerpo a Suzanne Simonin, la religiosa de Diderot, André Delvaux, Rainer W. Fasbinder, Luchino Visconti o George Cukor, entre otros; ha dirigido una notable pelicula, Vivre ensemble, en 1973) es en el interior del territorio delimitado por ese encuentro donde han surgido los frutos imborrables de una relación impar. En el fondo, las películas del tandem Godard/Karina no son sino variaciones (en el sentido musical de la expresión) sobre una relación, exploraciones cinematográficas en las que se superponen, hasta acabar confundiéndose el cuerpo y el rostro del personaje con los de la actriz y donde la mirada del cineasta escruta, a través de las máscaras de Verónica Dreyer, Angela. Nana, Odile, Marianne Renoir, Natacha von Braun. Paula Nelson o la azafata 703, los cambios que se suceden en otro personaje, que jugaba un rol en la vida real y al que pueden aplicarse las palabras que Lemmy Caution utilizaba en Alphaville para definir al personaje femenino del filme: “Su sonrisa me recordaba a los vie- jos filmes de vampiros». Belleza fatal.

    ¿Es de axtrañar que imágenes de Anna Karina (extraídas de esa Bande à part en la que bailó un madison inolvidable y batió, con Samy Frei y Claude Brasseur, el record de visita rápida al Louvre) formen parte del homenaje que Bertolucci rinde a unos tiempos míticos en The Dreamers? En el tondo puede aplicarse a las peliculas que reunieron a Anna Karina con Jean-Luc Godard lo que escribía Louis Aragon cuando trataba de explicitar sus sensaciones ante la obra del cineasta; “Quería hablar del arte. Y no hablaba más que de la vida». O, con otras palabras, cómo la ficción se convierte en documental.

    Santos Zunzunegui
    Catedrático (UPV/EHU)


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