EL OJO IZQUIERDO DEL CINE ESPAÑOL
El hombre y artista que ha iluminado algunos hitos cinematográficos de los grandes maestros de nuestro cine; quien con su singular mirada ha dotado de expresividad, volumen y color el cine español de los últimos cincuenta años; cuya cámara ha retratado las emociones de los grandes intérpretes de dentro y fuera de nuestras fronteras, que incluso ha fotografiado la última película del mad doctor Brian de Palma o del iraní Asghar Farhadi, y que acapara cinco estatuillas Goya, un Premio Nacional de Cinematografía y una Medalla de Oro de la Academia en su colección de distinciones… en verdad trabaja prácticamente con uno solo de sus ojos. Le contaba José Luis Alcaine a Carlos F. Heredero, en una entrevista de mediados de los años noventa, que con su ojo derecho apenas puede ver, que en él tiene “la mirada vaga”. Alcaine mira el mundo (el cine) con el ojo izquierdo.
Nacido en Marruecos en 1938, la explosiva luz del norte de África quedó sellada en su retina para siempre. Aunque eran los años cincuenta del siglo pasado, los de su educación sentimental, allí donde vivió durante 23 años, en Tánger, pudo empaparse de una libertad cultural imposible en España. Esto le permitió leer el British Journal of Photography a temprana edad, los primeros números del Cahiers du cinéma y descubrir el cine de Antonioni, Eisenstein y Godard en el cineclub que había fundado su padre. Aparte de transmitirle su pasión por el séptimo arte, su padre regentaba una pequeña tienda de fotografía donde desde bien joven se inició en las alquimias de la luz y aprendió los secretos y sensibilidades del etalonaje con el revelado de fotografías turísticas. Hoy sigue hablando de los hallazgos lumínicos de A Farewell to Arms (Adiós a las armas – Charles Lang, 1932), Citizen Kane (Ciudadano Kane – Gregg Toland, 1941) o Witness for the Prosecution (Testigo de cargo – Russell Harlan, 1957) con la misma pasión con que de adolescente podía recrear en su mente los claroscuros de M (M, el vampiro de Düsseldorf, 1931) sin haberla visto, pero cuyo guion había memorizado.
De la luz de Tánger a la atmósfera grisácea de los años sesenta en Madrid, como alumno de la Escuela Oficial de Cinematografía, recorrió el camino del aprendizaje academicista para romperlo, inventar su propio lenguaje. Juan Julio Baena, el profesor de cámara de la escuela, le dijo que se dedicara a otra cosa, que el cine no estaba hecho para él. Afortunadamente no le hizo caso, y sus primeros trabajos consistieron precisamente en moldear con la luz los largometrajes con que sus compañeros de escuela debutaban en el oficio: Francisco Betriú, Manuel Summers, Josefina Molina, Francisco Regueiro… Incluso en un film aparentemente tan desnudo como el extraordinario documental Después de… (Cecilia Bartolomé, 1983), introdujo un estilo visual al emplear objetivos angulares que integraban al individuo al que se entrevistaba en una colectividad, en un grupo, en un trasfondo social. Siempre comprendió que la foto también es relato, ideología, intención política. Porque el cine es sobre todo luz.
Obsesionado con Las meninas de Velázquez, su gran preocupación por el volumen, el relieve en las figuras que crea la luz, es la constante fotográfica de su trabajo. Y también la necesidad de mirada de los intérpretes. Nunca quiso dirigir porque su hábitat, allí donde se siente cómodo, es en los rodajes, y los directores solo ruedan cada tres o cuatro años. A lo largo de su filmografía, en los que el cine (y las formas de captura de la imagen) ha cambiado tanto, ha participado en casi doscientos rodajes bajo la máxima de nunca hacer lo mismo que ha hecho en la película anterior. Se considera un perpetuo aprendiz, un experimentador que fue pionero en el uso de paraguas blancos (qué el mismo diseñaba) como difusores de luz, en los años setenta, y del uso de fluorescentes regulables antes de que nadie los usara, en los años ochenta. Ha acuñado el término “luz de siesta” para dar nombre a esa luz de mediodía que entra esquinada por las ventanas y rebota en el suelo para crear múltiples sombras.
Basta echar un vistazo general a su filmografía para trazar medio siglo de historia de nuestro cine, aquel que daba paso al Nuevo Cine Español durante el tardofranquismo y al que luego se incorporaron los cineastas de la democracia. Su ojo izquierdo ha encontrado el modo de filmar las demencias de la pasión en Vicente Aranda a lo largo de toda su filmografía, las ensoñaciones rurales de Manuel Gutiérrez Aragón (Demonios en el jardín y El caballero Don Quijote), las búsquedas poéticas de Víctor Erice (El Sur), las atmósferas subjetivas de Pilar Miró (El pájaro de la felicidad), el naturalismo de Montxo Armendáriz (Tasio), la verdad histórica de Fernando Fernán-Gomez (El viaje a ninguna parte y Mambrú se fue a la guerra), la luz siempre libre de Cecilia Bartolomé (Vámonos, Bárbara), la musicalidad cromática de Carlos Saura (Sevillanas y ¡Ay, Carmela!), el impresionismo panorámico de Fernando Trueba (El sueño del mono loco y Belle époque), los espacios esperpénticos de Alfonso Ungría (Gulliver), la sensualidad turgente de Bigas Luna (Jamón, jamón y Huevos de oro) y, por supuesto, su extensa relación con Pedro Almodóvar, en dos fases.
Desde su primer trabajo juntos en Mujeres al borde de un ataque de nervios, confesó Alcaine que en cierto modo las búsquedas estéticas de Almodóvar caminan en dirección opuesta a su formación como fotógrafo, pues el manchego “no trabaja la luz, sino el color”. Quizá por eso se tomaron un respiro de quince años después de Átame. Pero regresaron a partir de La mala educación para moldear en explosiones de color los melodramas fantasmagóricos de la madurez almodovariana del siglo XXI. Una de sus batallas, de sus exigencias, es que el guion debe marcarle las horas exactas del día en que transcurre cada escena, para otorgarle una credibilidad a la luz. No ha sido hasta el rodaje de Madres paraleles en que ha podido finalmente condensar todo lo que ha aprendido, su visión de la fotografía, forzando la profundidad de foco hasta sus últimos extremos, capturando el paso del tiempo mediante las variaciones de luz. No es extraño que haya sido con el manchego con quien ha alcanzado el culmen de su poética.
Alcaine ha estudiado el comportamiento lumínico y cromático de las sombras como un meteorólogo estudia los fenómenos atmosféricos, con la velada intención de predecir sus efectos. Su película paradigmática, fotografiada por David Watkins, es Marat Sade (1966, Peter Brook). A ella ha vuelto cada vez que necesitaba refrendar los fundamentos de su trabajo. Una serie de principios que le han conducido a pergeñar sus propias teorías sobre las relaciones entre pintura y cine, especialmente en sus estudios a partir de El jardín de las delicias de El Bosco y de El Guernica de Picasso. Uno de sus últimos trabajos ha consistido en supervisar la restauración de El puente (1977) emprendida por Filmoteca Española, que fotografió hace casi cuarenta años para Juan Antonio Bardem. En la memoria y el instinto de su ojo izquierdo estaba la información necesaria para regresar a las tonalidades que el paso del tiempo había degradado en el negativo original. Con la humildad de los grandes, a lo largo de cuatro intensas semanas, sus indicaciones han devuelto la densidad necesaria a las imágenes.
Carlos Reviriego
Director de Programación / Adjunto a Dirección
Filmoteca Española