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    PREMIOS HONORÍFICOS · MIKELDI DE HONOR

    LAURA POITRAS

    AMPLIACIÓN DEL CAMPO DE VISIÓN: ESTAR CON LAURA POITRAS

    El filósofo alemán de origen coreano Byung-Chul Han ha dedicado buena parte de sus últimos textos a reflexionar sobre cómo se está modificando la percepción del tiempo en la población de la parte más desarrollada del mundo. Es probable que la generalización del uso de las nuevas tecnologías haya contribuido a asentar una falacia tremendamente extendida: que está a nuestra disposición, en cualquier momento y lugar, cualquier información que podamos desear; y que esa fabulosa plétora de datos y comentarios conforma sin discusión plausible la realidad de nuestro tiempo.

    A partir de esta falacia, una buena parte de nuestra sociedad se ha instalado en la ficción de haber alcanzado un nivel de conocimiento sin parangón. Pero esa ficción rechaza —porque lo considera innecesario— el papel fundamental que tiene que desempeñar el tiempo para procesar (asimilar, comprender, reflexionar sobre) estas presuntamente ingentes cantidades de información. Como bien señala el filósofo, se trata de diferenciar entre conocimiento e información: Han recuerda cómo “el saber, en un sentido enfático” resulta un proceso “lento y largo” que muestra “una temporalidad totalmente distinta. Madura”. El conocimiento y la reflexión quizá no sean antónimos de esa información siempre a nuestro alcance, pero sí parece claro que solo la utilización de la información por parte de las personas contribuye al desarrollo del pensamiento, la cultura, el arte, la ciencia.

    En tiempos protagonizados por una inteligencia artificial que muchos parecen querer aupar al lugar que ocupa la no artificial, resulta evidente que la dedicación de (nuestro) tiempo es la única garantía de desarrollo de nuevas perspectivas y reflexiones enriquecedoras con las que construir una mirada propia sobre el mundo que nos rodea.

    Por citar nuevamente a Han, en el “arte de demorarse” encontramos, si hablamos de cine contemporáneo, a la documentalista estadounidense Laura Poitras (Boston, 1964), cuya trayectoria ejemplar alumbra abundantes muestras de lo que el audiovisual de hoy en día puede obtener si se aplica al viejo compromiso del cine con la realidad: observarla, dando cuenta de su desarrollo y ofreciendo un punto de vista sobre la misma.

    Laura Poitras siempre ha empleado periodos prolongados a la convivencia con los grupos de personas a los que ha dedicado sus películas. Es una de las máximas del género, ya recalcada por Flaherty hace 85 años, y reivindicada con inolvidable entusiasmo por Robert Drew, los hermanos Maysles o Frederick Wiseman en los Estados Unidos, por Jean Rouch en Europa y África o por Shinsuke Ogawa en Japón. De los beneficios para el rigor, coherencia y credibilidad de los documentales que finalmente son producidos caben pocas dudas: más tiempo para investigar, más tiempo para granjearse la confianza de las personas que son la película, más tiempo para asegurarse de que la línea narrativa que se sigue tiene sentido, más tiempo para ponerla en duda.

    El entusiasmo de la cineasta, convertido en tiempo y reflexión, fueron fundamentales ya en su trabajo sobre la gentrificación en la ciudad de Columbus (Ohio), Flag Wars (2003), codirigido junto a la activista local Linda Goode Bryant. Aquel esfuerzo fue premiado con el galardón al mejor largometraje documental en el prestigioso SXSW de Austin (EE. UU.) y un reconocimiento especial del Centro de Estudios Documentales de la Universidad de Duke. La película, que también fue nominada a los premios Independent Spirit del año siguiente, fue el preámbulo de su primera gran obra sobre cómo cambió el mundo tras el 11 de septiembre de 2001, My Country, My Country (2006). En este caso, la del Irak post Saddam, con el retrato de un médico sunita —al que acompañó la cineasta durante varios años— que le valió su primera nominación a los Oscar.

    Víctima del sino de su tiempo, tal y como Poitras relataría en su película más conocida, Citizenfour (2013) —Oscar al mejor largometraje documental en 2014—, el rodaje de My Country, My Country le supuso mucho más que una oportunidad de dar a conocer la realidad a la que tuvieron que hacer frente muchos iraquís tras la ocupación norteamericana: quedó marcada por los servicios de inteligencia de los Estados Unidos, y fue reiteradamente interrogada y detenida en la frontera de su país. En aquella época, la presidencia la ocupaba el republicano George W. Bush, pero la situación no mejoró absolutamente nada tras estrenar en 2010 The Oath cuando el demócrata Barack H. Obama estaba en la Casa Blanca.

    Mientras aquel documental, celebrado con el Gran Premio del Jurado del Festival de Sundance, era proyectado en festivales de todo el mundo, Poitras inició de manera apresurada —con la confianza de que podría dedicar el tiempo que requiriera el proyecto— el rodaje de una película que se titularía Risk (2016) días después de las filtraciones de documentos secretos por parte de Chelsea Manning a través de la plataforma WikiLeaks.

    Sin duda, la inclusión de la cineasta en listas secretas de vigilancia por parte de los servicios de inteligencia norteamericanos, abrió a Poitras un enorme grado de acceso al desarrollador de la organización y sus personas más cercanas. Julian Assange se había convertido ya en uno de los grandes protagonistas de una trama nada ficticia todavía inconclusa: la denuncia pública, a través de internet, de prácticas flagrantemente contrarias a los principios democráticos que estados que hacen gala de su ejemplaridad en la defensa de la democracia no deberían tolerar.

    Poitras se acostumbra entonces a vivir fuera de su país, y el tiempo que emplea en esta misión que va más allá de lo documental y de lo cinematográfico le permite conocer a William Binney, Jacob Appelbaum, Sarah Harrison o, entre otros, a Edward Snowden, en cuya secreta habitación de hotel de Hong Kong se encontraba la cineasta cuando, en junio de 2013, reveló la sistemática intercepción, almacenamiento y análisis de información privada de la ciudadanía estadounidense y el resto del mundo.

    Ahora que se debaten maneras de proteger a aquellas personas que se atreven a alzar la voz para denunciar prácticas perjudiciales para la sociedad (whistleblowers como Snowden y Manning, pero también Hervé Falciani o Antoine Deltour), el cine de Poitras se revela como registro y reflexión acerca del estado de las democracias occidentales en el siglo XXI, poniendo a disposición del público un campo de visión ampliado sobre la realidad. Field of Vision es, de hecho, el nombre de la unidad de documentalistas que puso en marcha en 2016 y en la que han colaborado, además de Poitras, cineastas como Iva Radivojević, RaMell Ross, Anna Giralt o Maxim Pozdorovkin, entre otros.

    La filmografía de la ganadora del Mikeldi de Honor de esta edición del Festival parecía, desde una visión superficial, alejarse de sus temas habituales cuando encaró con convicción su último largometraje, All the Beauty and the Bloodshed (2022). Nada que ver con la realidad: su apuesta por acompañar a la fundamental fotógrafa Nan Goldin en su lucha por una cultura plural, crítica y transformadora se entronca de manera natural en el discurso de Poitras. En este más reciente ejemplo quizá no aplique exclusivamente su visión a las dificultades que debemos afrontar para defender nuestras libertades ciudadanas (que también), pero se abre de una manera a la función del arte, a la gestión del mismo, al compromiso con la transparencia, a la función ejemplarizante que debería desempeñar la cultura. Eso sí, nuevamente es el tiempo empleado junto a Goldin y su apasionada célula de militantes el elemento fundamental para elaborar y vertebrar un relato reconocido con el León de Oro del Festival de Cine de Venecia.


    Rubén Corral

    Programador de ZINEBI

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