CAMINAR PARA VER (LA LUZ), ESPERAR PARA VER (LA SOMBRA).
A PROPÓSITO DE LA OBRA DE IÑIGO SALABERRIA
Recuerdo la emoción de ver por primera vez las imágenes del vídeo Birta Mirkur, en el Bideoaldia de Tolosa, a finales de los años ochenta. La presencia de esos cuerpos confundidos en el espesor de la bruma y envueltos en la luz del norte, sumergidos entre el azul del agua y el blanco del vapor, me cautivó al instante. Enseguida indagué quién estaba detrás de aquella mirada; y para mi sorpresa, descubrí que era un videoartista del mismo Donostia (bueno, en realidad de Rentería, como me recordara con exactitud Iñaki Izar).
Con motivo de la creación del catálogo de videoarte “Ars Video” junto al propio Iñaki Izar, muy poco tiempo después pude conocer en persona a Iñigo Salaberria (así se llamaba el artista en cuestión). En la afinidad de nuestros gustos artísticos, poco a poco fuimos forjando una amistad que, aunque esporádica (tampoco nuestros caminos coincidían con frecuencia), se fue alimentando a lo largo de los años, cada vez que nos íbamos reencontrando aquí o allá, siempre compartiendo el mismo entusiasmo hablando de los escritores, artistas y cineastas que a los dos nos encantaban. Las últimas veces que nos vimos fue, precisamente, con motivo de sus visitas a Bilbao para presentar en ZINEBI algunos de sus últimos trabajos, y también en el programa BideOtik, dirigido por Itxaso Díaz.
Y es que Iñigo Salaberria (1961-2022) ha sido uno de los artistas de vídeo más importantes de su generación, con una carrera intermitente, pero al mismo tiempo sostenida con tesón desde los años ochenta hasta nuestros días.
Tras estudiar Historia y Estética Cinematográfica en las universidades de Valladolid y París III, fue en los años 1984 y 1985 cuando tuvo su primer contacto con el videoarte a través de los cursos de vídeo del American Center de París, donde trabajó como asistente técnico en los talleres de artistas tan reconocidos e influyentes como Michel Jaffrennou, Joan Logue, William Wegman o Ken Feingold.
Perteneciente a la segunda generación del videoarte español, Salaberria desarrolló una obra extremadamente coherente, que siempre se caracterizó por el interés en dotarse de una mirada propia, detallista y reflexiva, siempre muy atenta a los cambios perceptivos, y que claramente entroncaba con esa tradición del audiovisual experimental más centrada en los aspectos fenomenológicos de la imagen. Su trabajo audiovisual desde el mismo comienzo se caracterizó por un acusado talante contemplativo: este trabajo se basó fundamentalmente en el desarrollo de una mirada observadora y penetrante, que buscaba trascender la mera apariencia de lo visible. Sin embargo, dentro de esa coherencia a la que nos hemos referido, si miramos con más detalle en su trabajo podemos advertir una serie de miradas sutilmente diversas, que en conjunto constituyen el retrato de un artista poliédrico y complejo.
Tanto en entrevistas desarrolladas en el contexto de programaciones audiovisuales como BideOtik en el Azkuna Zentroa (2017) o también, como decíamos, con motivo de la presentación de algunos de sus trabajos más recientes en ZINEBI – Festival de Cine Documental y Cortometraje de Bilbao (2015, 2017, 2019), Salaberria explicó en numerosas ocasiones los objetivos y los presupuestos estéticos a partir de los que trabajaba en la realización de algunas de sus obras emblemáticas, como Birta Mirkur (1987), Sombras de cal (1990) o Lo ibiltariak (2017), entre otras muchas.
Esto nos ha llevado, como decíamos, a distinguir una tipología de diferentes miradas que convivían en su obra, y también a ver una cierta evolución que las fue haciendo transformarse en base en su relación con la propia evolución técnica de cámaras y sistemas de edición, de un lado, pero también, del otro, en relación a su propia adquisición paulatina de los rudimentos estilísticos y narrativos del lenguaje audiovisual que más le interesaba.
Así, en el visionado cronológico de sus cintas, el espectador puede asistir a la transformación y al crecimiento de una mirada que en un comienzo parte casi de las premisas de la pintura impresionista (en obras como Quai de Javel [1984], Caliza [1985] o Disdirak [1992]), para después alimentarse de una observación más compleja que oscila entre la del viajero romántico o la del etnógrafo experimental, en obras como La noche navegable (1993) o Benarés-Sanganer (1999), para finalmente llegar a identificarse con la figura del cazador solitario, o el francotirador que acecha en la noche, en trabajos que constituyen lo que él mismo denominó su “Trilogía nocturna”, formada por Las horas contadas (2010), filmada en China; Luz a la deriva (2015), en Islandia, y Lo ibiltariak, en Japón. Todo ello culmina en Rijeka (2019), su última obra finalizada, y que fue grabada en Croacia. Pero también merece la pena destacar el papel conclusivo que ha tenido la recopilación final de imágenes de sus viejos Súper-8, que a modo de testamento visual ha sido correalizada recientemente con la cineasta María Elorza, bajo el título On the Water’s Edge: Filmworks 1984-1988 (2022).
Precisamente en estos últimos tiempos, más o menos del año 2010 en adelante, pudimos disfrutar enormemente de su regreso a la realización tras una larga década en la que le habíamos perdido la pista; y fue muy grato ver justamente el modo en el que su mirada había evolucionado: aún más depurada, aún más serena. A Iñigo le gustaba caminar, sin rumbo, esperando ver: pero sin buscarlo. Dejando que la mirada llegara. Esta surgía en el paseo, a veces; en la parada, otras muchas. Porque Iñigo era capaz de sentarse, y esperar. Dejando que su cuerpo se empapara de la sombra. Para ver la luz.
Gabriel Villota ToyosProfesor e investigador de la Universidad del País Vasco (UPV/EHU)