JEANNE MOREAU. LA VOZ HUMANA. MUJER DE NUESTRA VIDA
En una de las secuencias del último film de Pedro Almodóvar, Los abrazos rotos, Mateo, el director de cine invidente, manifiesta su deseo de volver a escuchar la voz de Jeanne Moreau en Ascenseur por l’échafaud, la pelicula que Louis Malle realizó en 1958 cuando la Nueva Ola aún no había roto contra los diques del cine de papá, dispuesta a inaugurar una nueva manera de pensar la relación entre las imágenes y los sonidos. Ocurre que lo que en Almodóvar puede verse, además de como un doble homenaje a la actriz y al cineasta, como un elemento que se vincula de manera directa con la ceguera del personaje, tiene resonancias aún más profundas. Porque una de las dimensiones que han conferido una personalidad singular a todas y cada una de las encarnaciones cinematográficas de Jeanne Moreau, tiene que ver, de forma directa, con lo que Roland Barthes denominó el grano de la voz.
Porque existen actores cuya imagen queda definitivamente impresa en nuestra memoria a través de la manera en la que son capaces de hacer suyo cualquier personaje. Pero hay otros que, sin renunciar a lo anterior, ponen por delante, en su relación con los espectadores, una capacidad de empatía que convierte su presencia menos en una vertiginosa sustitución de máscaras que en la instauración de un contrato de confianza sustentado sobre la idea del reencuentro, reactivado una y otra vez, con un cuerpo cuya mera presencia se convierte en el pretexto para la eufórica renovación del contrato de comunicación teatral o cinematográfica. Quedaría, finalmente, para un grupo reducido de aquellos, la posibilidad de hacer pasar toda la materialidad de su cuerpo a través de la voz. Una voz que en el caso de Jeanne Moreau, ronca y profunda, parece poner en juego no solamente las cuerdas vocales, sino que arrastra consigo, más allá del texto dicho, todo la carga de aquéllo que está detrás de las palabras, dotándolas de una densidad única.
Qué duda cabe de que esta capacidad de la actriz, que no se limita a su talento para proyectarse en los personajes más diversos, sino que en cada uno de sus gestos, en cada una de las palabras que hace suyas, parece arrastrar consigo el poso de toda una experiencia vital, se encuentra tras la fascinación que Jeanne Moreau ha ejercido tanto sobre cineastas (de Louls Malle a François Truffaut, de Orson Welles a Joseph Losey, de Luis Buñuel a Margueritte Duras, de Michelangelo Antonioni a Elia Kazan) como sobre directores teatrales (citemos, solamente, su memorable puta vieja de La Celestina en la puesta en escena de Antoine Vitez en el Festival de Avignon de 1989).
Es esta capacidad única, sólo al alcance de algunos privilegiados, la que la ha permitido mantener en el transcurso de una carrera que se despliega a lo largo de seis décadas una relación ejemplar con su público. Por eso vienen como anillo al dedo para definir esta relación los versos de la inolvidable canción Le tourbillon, que Jeanne Moreau cantaba en Jules et Jim (François Truffaut, 1963):
On s’est connus, on s’est recconnus,
On s’est perdus de vue, on s’est retrouvés
Dans le tourbilion… du cinema.
[Nos hemos conocido, nos hemos reconocido,
nos hemos perdido de vista, nos hemos reencontrado
en el torbellino… del cine.]
Santos Zunzunegui
Catedrático (UPV/EHU)