MÚSICA PARA CAMALEONES. LA OBRA CINEMATOGRÁFICA DE ALBERTO IGLESIAS
Decir que la música y el cine tienen una relación compleja no es decir nada nuevo. Ya Stravinski señaló hace tiempo aquello de que la música para cine era papel pintado, dando a entender que una misma imagen podría funcionar tan bien con una música elaborada ad hoc como con otra ajena, no directamente concebida para ella. Podríamos decir que la afirmación es y no es cierta. Lo es en tanto que la imagen es de oído promiscuo y se acomoda a muchas músicas posibles. No lo es en tanto que aquella música pensada específicamente para unas imágenes concretas facilita que éstas signifiquen de una manera determinada: en ocasiones las sitúa entre exclamaciones, entre signos de interrogación otras veces, o incluso junto a puntos suspensivos que nos hacen ver el siguiente fotograma como una obviedad o el anterior como una sorpresa. Indirectamente, el poeta guipuzcoano Gabriel Celaya apuntó algo al respecto en un agudo poema titulado Episodios de Judex: “Suena un grito. En cine mudo/ los gritos eran terribles./ Los daban, y siempre a punto,/ espectadores sensibles”. Siempre a punto. Es decir, allí donde debían darse, allí donde la imagen pedía implícitamente ser completada, era donde el espectador sensible (y no otro) profería el oportuno grito. Expiró el cine mudo, se asentó el sonoro, por costumbre se derivó en exceso y en adelante muchos filmes acompañarían sus imágenes de una música que bien podría ser otra. Sin embargo, también los espectadores sensibles dieron el paso y profundizaron en ese grito para pasar a elaborar melodías, más complejas cada vez, pensadas para unas imágenes con las que pretendían dialogar, discutir, quizá cohabitar.
Se dice que algunos espectadores de esta estirpe, hijos de aquellos que Celaya detectó con fino oído, nacieron cerca; en San Sebastián, sin ir más lejos. Alberto Iglesias (San Sebastián, 1955) ha trabajado con nuestros mejores directores, de Pedro Almodóvar (con quien ha colaborado en diez películas) a Julio Medem, pasando por Icíar Bollaín, Bigas Luna o Carlos Saura. Asimismo, ha enriquecido con sus composiciones filmes de autores extranjeros bien conocidos, como Oliver Stone, Steven Soderbergh o el brasileño Fernando Meirelles, para quien realizó la banda sonora de El jardinero fiel (The Constant Gardener, 2005), por la que recibió su primera candidatura al Oscar y ha sido galardonado, además, con diez premios Goya por nuestra Academia de Cine.
Con estas referencias a la vista, la calidad del trabajo de Iglesias resulta evidente, pero ¿podríamos descifrar qué es lo que hace su música para cine tan querida por directores tan dispares? Quizá todos ellos aprecien en Iglesias su capacidad para elaborar una música que no solo acompaña las imágenes, sino que ayuda a componer el sentido de éstas. Claro ejemplo de su forma de hacer es La piel que habito (Pedro Almodóvar, 2011), película deudora de Los ojos sin rostro, de Georges Franju, autor a su vez de una actualización del personaje de Judex que tanto impresionó a Celaya. Recordemos que en la película de Almodóvar podemos ver cómo un oscuro médico, encarnado por Antonio Banderas, mantiene a su creación más preciada, el complejo personaje de Vera (interpretado por Elena Anaya), encerrada en una aséptica habitación. Nada inocentemente, junto a su puerta puede verse una reproducción de “La venus” recreándose en la música (circa 1550), de Tiziano. Durante el filme, la música compuesta por Iglesias dialoga con ese cuadro al tiempo que cifra el conflicto interior de Vera y modula sus variaciones de comportamiento. La composición incluye en su interior una parte más angustiosa y enervada junto a otra más serena y pausada, y ofrece a nuestro oído no solo los diferentes momentos dramáticos por los que atraviesa el filme, sino también el avance de la relación que Vera mantiene consigo misma. Cuando los nervios se apoderan de ella, la parte más tensa de la composición nos lo hace saber; de la misma manera, hacia el final, coincidiendo con el instante en el que Vera besa la fotografía de su yo masculino, la parte más serena nos pone sobre aviso: aceptada la situación que une sus dos caras, la serenidad la llevará a vengarse y huir hacia la ansiada libertad. Las innumerables aristas del personaje son así cifradas en una compleja y elegante melodía que nos da a escuchar lo que el personaje aún no sabe de su propia personalidad.
Como a la citada “Venus de Tiziano”, la música acompaña a Vera; en su caso, y sin que ella sea consciente, actúa además como tabla de salvación de su tortuosa existencia. Destacamos esta obra, pero podríamos fijarnos en otras y señalar la capacidad de Iglesias para construir melodías que recogen en su discurrir el conflicto de sus personajes centrales y, de la mano de estos, la esencia de los filmes de los que forman parte. Así, la disputa con el pecado y la santidad de Vincent Cassel en El monje (Le moine, Dominik Moll, 2011), el clima de abrigos con cuello alto y espías analógicos que trabajan con la traición a diario en El topo (Tinker Tailor Soldier Spy, Tomas Alfredson, 2011) o la confluencia entre secreto, amor y casualidad que dirige las vidas de Los amantes del círculo polar (Julio Medem, 1998). Nos preguntábamos qué buscan los cineastas arriba citados en la música de Iglesias. Bien podría ser una voz singular que convierte en marca de estilo el saber llevar a nuestro oído el núcleo de sus películas, ese lugar al que las palabras se acercan con dificultad, pero que la música sabe definir con su abstracción inherente.
Iñigo Larrauri
Investigador docente (UPV/EHU)