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    PREMIOS HONORÍFICOS · MIKELDI DE HONOR

    JAIME CHÁVARRI

    LAS COSAS DEL (MAL) QUERER. JAIME CHÁVARRI y EL DESENCANTO

    La filmografía de Jaime Chávarri se distingue por la variedad más que por la cohesión. Hablamos de una quincena de largometrajes que vieron la luz a salto de mata durante casi cuatro décadas, donde se tocan, con desigual insistencia, entusiasmo y afinación, muy diferentes palos: desde filmes personales sin asidero genérico claro, que aspiran a cierta autoría (Chávarri ha dicho que Los viajes escolares, de 1974, y el El río de oro, de 1986, son sus únicas películas “como autor entre comillas”), hasta el cine de género más fácilmente reconocible, en el que despuntan sobre todo adaptaciones literarias, musicales, comedias y melodramas, en medio de los que salta la liebre de un documental e incluso de una película pornográfica. 

    La fisonomía desigual y cambiante del cine de Chávarri se explica porque sus películas, salvo contadas excepciones, surgen fruto de la iniciativa ajena (léase un productor que, convencido de la solvencia del cineasta, le hace un encargo). De ahí que buscando directrices y balizas donde no las hay, cierta crítica haya discernido en su obra etapas o capas geológicas en función del productor de turno que pone en marcha sus películas: tras un periodo inicial sumergido en la producción independiente, tenemos en primer lugar el segmento Querejeta, que comprende un documental (El desencanto, 1976), y dos ficciones escritas al alimón por Chávarri y el productor guipuzcoano (A un dios desconocido, 1977), y Dedicatoria, 1980); a esta etapa le sigue la correspondiente al productor Alfredo Matas, que apadrinó dos de sus adaptaciones literarias (Bearn o La Sala de muñecas, 1982, y Las bicicletas son para el verano, 1983), además de uno de sus proyectos más personales (El río de oro, 1985) y una comedia (Tierno verano de lujurias y azoteas, 1993); una tercera etapa la constituye la realizada junto al productor Luis Sanz, sendos musicales coescritos entre este último y el realizador: Las cosas del querer (1989) y su secuela homónima de 1995.

    La inanidad de la búsqueda de un hilo de Ariadna en esta filmografía, que fragua en función de los encargos, queda patente en el caso de El desencanto, filme disparejo e inclasificable no solo en la producción de Chávarri, que el tiempo y el acuerdo unánime de la crítica han convertido en la joya de la corona de su estimable producción cinematográfica. En el origen está la propuesta de Elías Querejeta a un grupo directores de realizar una serie de cortometrajes que marcará distancias respecto a lo que venía haciéndose en aquella España de los estertores de Franco, convocatoria a la que solo responde nuestro realizador con la romperdora sugerencia de acometer un documental sobre un manicomio. Cuando el empeño naufraga por la falta de permisos, Chávarri propone realizar una semblanza de la familia de Leopoldo Panero, poeta institucional franquista fallecido en 1962, idea que resulta a cada paso más prometedora y estimulante,  impulsada sobre todo por la abrumadora cinegenia que sus deudos exhiben ante la cámara, de manera que el proyecto cobra una nueva dimensión y las trazas de un largometraje posible. Rodada entre el verano de 1974 y el invierno de 1975, es decir en rigurosa contemporaneidad con la agonía y muerte del dictador, la película fue estrenada, tras un concienzudo proceso de montaje, en septiembre de 1976, convertida de improviso en una elocuente radiografía de aquel  trance histórico.

    Resuelta fundamentalmente a base de entrevistas, la fascinación que ejerce El desencanto se debe en gran parte a sus dramatis personae, esa suerte de cuarteto tras la muerte que forman Felicidad Blanc, la viuda del poeta-patriarca fallecido, y sus tres vástagos, los estrambóticos letraheridos Juan Luis, Leopoldo María y Michi Panero. Haciendo gala de su respectivo verbo y de sus singularísima manera de estar en el mundo, estas cuatro inimitables figuras desgranan frente a la cámara el desgarro individual y colectivo que atraviesa a esta familia de  tan ejemplar apariencia, hasta componer un psicodrama edípico fuera del alcance del más versado de los guionistas. Comoquiera que sea, el mérito y la valía de este asteroide fílmico no residen sólo en el tema (la turbia intrahistoria aspectos que tratándose de un documental venían dados en buena medida por la realidad, sino en el sofisticado trabajo que el cineasta emprende con los materiales de partida para modelar ciertos efectos de sentido que no estaban en el discurso arrollador de sus personajes. 

    Empezando por esa reflexión pragmática a propósito de los fundamentos estéticos del género documental inherente a la metamorfosis de una película que echa a andar a la manera del NO-DO (asistimos, al auspicio de una engolada voz omnisciente, al acto inaugural de la estatua de Leopoldo Panero, celebrado en Astorga, su ciudad natal), y sin solución de continuidad opta por disponer primero en largas set pieces casi sin desbrozar, y más tarde en un mosaico digno de orfebre, de las entrevistas (individuales, por parejas, incluso tríos, pero nunca el cuarteto al completo) con los Panero supervivientes. De esta manera, la huida del Padre totémico-que desplazado fuera de foco por el filme, permite al realizador centrarse en los hijos que reniegan de él- va de la mano del más radical desacato al canon que adoptó el documental cinematográfico en manos de la Institución franquista.

    A Jaime Chávarri le debemos asimismo el agudo sentido del drama con el que maneja la vidriosa figura de Leopoldo maría panero, cuyo lacerado testimonio, en un genuino punto de giro narrativo, irrumpe teatralmente en escena bien mediado el metraje para sacar a la luz del vertedero de la familia, la brutalidad paterna, los cruzados odios cainitas, la fatal incomprensión materna, los intentos de suicidio, las reclusiones carcelarias y psiquiatricas, la locura, la dipsomanía y las drogas, espinas primigenias del obstinado camino de (auto)destrucción que le convertiría en emblema del malditismo literario español. El deslizamiento del foco de atención del padre al hijo homónimo señala a un personaje que no solo encarna, casi en su acepción clínica, ese inconsciente de la familia en el que se dan psicoanalítica cita todas las miserias reprimidas por sus miembros, sino que muestra, con la vehemencia de un Ecce Homo, el auténtico legado del padre. 

    Entre los aciertos del realizador deberíamos señalar también el sentido simbólico que la desalentadora peripecia familiar de los Panero adquiere como metáfora de la frustración que ciertos sectores deseosos del cambio político experimentaron tras la muerte de Franco. A este efecto de sentido contribuyen decisiones muy concretas: desde el título del filme (desencanto fue el vocablo con el que se denominó esa sensación política de desánimo y pesimismo) hasta la equiparación inequívoca entre las figuras de Leopoldo Panero y el Dictador, ambas presencias fantasmales que no vemos (Chávarri solo nos muestra del poeta su estatua sin descubrir), pero en torno a las cuales gravita el relato. De esta manera, la maltrecha familia Panero se convierte en reveladora sinécdoque de la España postfranquista y su trauma multifuncional, con floridas ramificaciones psiquiátricas en el caso de Leopoldo María, en un expresivo retrato del estado de shock en el quedó sumido el país tras casi cuatro décadas de silencio. Argumentos que dan sobrada muestra del saber hacer de un cineasta que no solo se las ha arreglado para encauzar los proyectos ajenos con solvencia y talento, sino también, en muchas ocasiones, con apreciables notas de genio.

    Imanol Zumalde
    Catedrático (UPV/EHU)


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