CARLOS SAURA. LOS OJOS ABIERTOS
Alguien ha escrito que si Carlos Saura hubiese dejado de rodar hacia 1975, la decena de películas realizadas hasta esa fecha bastaría para granjearle un lugar más que destacado en la historia del cine español. Afortunadamente el artista, casi cuarenta años después, sigue vivo y coleando y la imagen que ha forjado de sí mismo en el tiempo que ha transcurrido desde entonces ha añadido un buen número de matices a la un tanto estereotipada que la crítica compuso a la hora de evaluar su trabajo cinematográfico, realizado en el fructífero período que arranca a mediados de los años cincuenta del pasado siglo y se prolonga hasta finales de la década de los setenta.
Si señalo lo anterior es para poder sugerir que una de las grandes virtudes de Carlos Saura es haber sabido declinar su tarea creativa en función de los momentos que le ha tocado vivir, buscando en cada uno de ellos la sintonía más adecuada con el aire de los tiempos. Dicho de forma más académica, habría que señalar que a un único Carlos Saura, autor empírico, le acompañan varios Carlos Saura, autores modelos, por utilizar la terminología acuñada por Umberto Eco. En el fondo, toda su obra no es sino la permanente búsqueda de formas mediante las cuales el cine (o la fotografía o la escritura, a las que nunca ha hecho ascos) es capaz de morder la realidad de la que brota, de dialogar con el contexto en que se inscribe.
Habría muchas maneras de arrojar luz sobre esta dimensión del cine de Saura, pero me parece especialmente útil poner el acento en el diálogo que su trabajo ha mantenido con otros artistas con los que el encuentro le ha permitido explorar nuevos caminos, indagar territorios poco hollados. Sin duda el encuentro decisivo (Saura nunca lo ha ocultado) es el que tuvo con Luis Buñuel, no tanto por la influencia directa del maestro de Calanda sobre su cine, sino, sobre todo, por la marca ética que imprimió en su persona el contacto con el autor de Los olvidados.
Después, la larga y fructífera colaboración con Elías Querejeta, hasta el punto de que la cultura española de las décadas de los años sesenta y setenta no se entendería en absoluto sin el cine que ambos pusieron en pie. Aunque habría que precisar que siendo Saura como es un cineasta esencial del llamado Nuevo Cine Español, al que aportó obras esenciales y el buque insignia del movimiento (La caza, 1965), le cabe además el honor de haber realizado, antes de que aquél existiese como tal, la única pieza cinematográfica (estoy hablando de Los golfos, 1959) que, vista desde una perspectiva actual, se homologa sin problemas con el conjunto de los Nuevos Cines que emergían por todo el mundo en esos momentos.
Pero existe otro Saura no menos relevante: el que, en colaboración estrecha con Antonio gades (y la produccion de Emiliano Piedra), se atreve a abrir la espita de la que puede brotar un cine musical que no se confunde con el estereotipo que proviene del otro lado del Atlántico. Entre 1981 y 1986, la trilogía flamenca pondrá en pie toda una original manera de entender la relación entre baile, música e imagen cinematográfica como no se había visto en nuestro cine desde la memorable La verbena de la Paloma (1935) de Benito Perojo. El propio Saura sacará una serie de conclusiones de este intento, del que se beneficiará una buena parte de su cine por venir, desde Sevillanas (1991) hasta Flamenco (2010), desde Tango (1998) a Fado (2008).
De la misma manera, el fotógrafo que nunca ha dejado de anidar en Carlos Saura estaba llamado a explorar con especial intensidad en su cine los juegos de la luz y el color. Por supuesto, está su colaboración más que sugestiva con ese gran hombre de cine que es Vittorio Storaro (bastaría Goya en Burdeos para dar testimonio de los fructífero de la colaboración), pero creo que es de justicia señalar que no hay que esperar a ese encuentro para captar en el cine de Saura una especialísima sensibilidad visiva, siempre alerta al juego lo mismo del blanco y negro que del color. Por eso es de recibo señalar el rol que hombres de cine como Juan Julio Baena (desde el blanco y negro descarnado de los Los golfos hasta la luz abrasadora de Llanto por un bandido), Luis Cuadrado (en la primera parte del ciclo Querejeta), teo Escamilla (especialmente en los films de la trilogía flamenca) o José Luis López-Linares (en sus últimos documentales musicales) han ejercido la poderosa y progresiva configuración del universo visual del cineasta aragonés.
En el fondo todos estos encuentros (con productores, con bailarines, con operadores), todas estas colaboraciones, han servido a Saura para reinventarse en distintos momentos de su carrera, para evitar el anquilosamiento de una obra que, en lugar de agostarse en la repetición mecánica de un estilo fijado de una vez por todas, ha sabido regenerarse y plantearse nuevos retos. En una entrevista reciente Saura resumía su vida: “He hecho más de cuarenta películas y soy el responsable de ellas, tengo siete hijos, miles de fotografías, dibujos, discos, escritos y más de seiscientas cámaras fotográficas”. Bastaría añadir: y un papel preponderante en la historia del cine español de la segunda mitad del siglo XX.
Santos Zunzunegui
Catedrático (UPV/EHU)