VENCEDORES Y VENCIDOS. EL CINE (Y LA VIDA) SEGÚN AGUSTÍN DÍAZ YANES
Proclamar que Agustín Díaz Yanes es uno de los autores más fácilmente reconocibles de los surgidos en la cinematografía española de las últimas décadas no es sino la constatación de que las películas que llevan su firma se miran entre sí las unas a las otras. La sensación de familiaridad que este fuego cruzado acaba produciendo en el espectador no se debe tanto a que en ellas habitan los mismos cuerpos/actores (con la irrepetible Victoria Abril a modo de presencia tutora), cuanto al hecho de que este cuarteto fílmico termina por conformar un coto vedado donde rigen las mismas preocupaciones éticas y estéticas. Dicho en corto, el de Díaz Yanes es un cine de izquierdas que, marcado a fuego por la violencia, surge al arrimo del género negro.
Hablamos, para empezar por el principio, de un cine en el que la temática prima sobre las determinaciones genéricas. Quiere decirse que el de Díaz Yanes es un cine de género sobrevenido, producto, si se prefiere, de un creador que toma en usufructo los mimbres del thriller por lo que tienen de fermento propicio para sus temas de cabecera. Se trata de un cine nada flácido ni condescendiente que pone sobre el tapete algunos de los problemas cruciales de la existencia humana del tiempo que nos ha tocado vivir: la inefable dualidad del ser humano (extraño sincretismo del Bien y del Mal), la injusticia constitutiva del sistema capitalista, la lucha por la supervivencia de los vencidos, la dignidad en la derrota… En suma, las películas de Díaz Yanes son thrillers porque este cóctel temático tiene buen asiento en ese género que carbura con el combustible de la violencia y convierte en protagonistas a quienes maniobran en la linde o al margen de la Ley.
La filmografía de nuestro autor responde a un pensamiento de izquierdas no solo porque saca a la palestra esos temas y situaciones en los que se sustancia hoy la lucha de clases, sino sobre todo porque toma partido por los pobres y los perdedores. Su universo es radicalmente hobbesiano: el hombre es lobo para el hombre, pero sobre todo para la mujer, de ahí que los personajes femeninos, en tanto que víctimas quintaesenciales (también) del capitalismo tardío, se conviertan en protagonistas de sus historias y en vehículo privilegiado de su discurso. Todo su mundo parece brotar a partir del personaje de Gloria Duque que Victoria Abril encarna en el primero y también en el último (hasta el momento) de sus largometrajes, viuda de facto, prostituta y alcohólica que tras tocar fondo es capaz de levantarse, luchar a brazo partido y vencer agónicamente poniendo en valor el poder indestructible de la dignidad humana. Esa suerte de insurrección de los débiles se resume en el tránsito que va de la felación (acto-emblema del sometimiento de la mujer en el que insisten sus películas) al atraco a mano armada perpetrado por mujeres, lance climático y emblemático que, a modo de revolución incipiente que va cobrando fuerza, atraviesa su filmografía en progresión rigurosamente geométrica: una mujer sola atraca una peletería en Nadie hablará de nosotras cuando hayamos muerto, dos mujeres atracan un supermercado en Sin noticias de Dios, cuatro mujeres cometen varios golpes en Sólo quiero caminar…
La violencia, tan en primer plano en sus películas, no solo es la manifestación tangible del tratamiento de choque que el modelo capitalista aplica a las clases subalternas, sino el catalizador que fortalece a los débiles y les sirve de instrumento para su rebelión. A esta visión nada bienpensante del status quo y las relaciones humanas, se suma un sentido litúrgico y sacrificial de la violencia, patente en el homenaje que sus dos primeros filmes dedican a la tauromaquia (con la que el cineasta tiene lazos familiares bien conocidos) y al boxeo, oficios singulares que, digámoslo así, subliman estéticamente la violencia para disgusto de cierta progresía. Esa querencia por la vertiente plástica de lo violento emparenta a Díaz Yanes con Scorsese y Peckinpah, maestros a los que cita sin recato (Uno de los nuestros en su ópera prima, Grupo salvaje en su última película, con la que también comparte topos mexicano, una suerte de espacio mítico que alberga la violencia en estado puro) por su habilidad para transformar en orfebrería fílmica la brutalidad más extrema.
El origen ajeno de la historia, el contexto histórico, el protagonismo masculino o el asiento genérico convierten a Alatriste, su tercer largometraje, que condensa y adapta la saga de novelas de capa y espada de Arturo Pérez-Reverte, en el verso suelto de su filmografía. A poco que agucemos la vista, sin embargo, en ese Madrid del siglo XVII erizado de peligros por la conjuras palaciegas de una corte en decadencia se respira el ambiente arriscado y hostil de los dramas engendrados por el cineasta, al tiempo que en el guapo, mortífero y sentimental espadachín de Pérez-Reverte se reconocen la turbadora belleza, los arrestos y la actitud vital de las heroínas levantiscas de Díaz Yanes. Retrotraerse al tiempo y al lugar de Velázquez, por añadidura, permite a este cineasta, cuyas preocupaciones como artista no le distraen de su condición de ciudadano, proclamar que, amén de en el cine americano, algunos de sus modelos iconográficos (la pintura del sevillano, de José de Ribera o Antonio López asoman en sus películas) también moran en el Museo del Prado.
Imanol Zumalde
Catedrático (UPV-EHU)